Ella, la llamaremos de una manera
tan ambigua por razones de confidencialidad, y porque pronunciar las letras de
su nombre duelen en la lengua (y en los dedos), se fue desluciendo desde la
bocina de ese teléfono que me mira en la esquina de la habitación, y salió
corriendo de mi vida mientras yo observaba sus cabellos rebeldes vibrar a sus
espaldas. Quise detenerla, pero no pude, así como no pude detener a mi
lengua que dijo tantas cosas. Ahora ya no recuerdo las palabras exactas, pero
desencadenaron hechos irreversibles e inesperados, al menos desde mi
perspectiva siempre torpe, e ingenua. Seria tedioso intentar reescribir ese
dialogo ahora, bien porque podría terminar inventando una realidad paralela
donde yo soy la víctima, sin serlo, o bien porque mi ya de por si ansioso
cerebro me palpita desde anoche, por la falta de sueño y por la falta de temas
para pensar, al grado que ahora escribo sobre todas esas cosas mientras escucho
a Los planetas.
Ella, frágil pedazo de mujer,
hermosa hoja arrastrada por el viento de las casualidades trágicas de su vida,
llena de problemas y de dudas… cabellos largos empaquetados en rulos
caprichosos como su carácter, ojos transparentes, dolientes permanentes que
huyen tras las lentes de esos anteojos de plástico rosa con negro. Delgada rama
quebradiza, de ligera sonrisa, de nariz tan pequeña que es como un triángulo
diminuto perdido entre cachetes hundidos y labios de caramelo de fresa. Besos
de rompecabezas, sabor de arroz con leche. Recuerdos que se queman en mi piel
que tantas veces se deslizo sobre la suya, de miradas que se fundieron tantas
veces en una, de manos que paseaban juntas que jugaban juntas, que se perdían juntas.
Sonrío mientras la describo,
mientras las letras intentan componer una descripción que la defina, pero las
palabras se escapan, se fugan hacia horizontes menos claros, hacia experiencias
más oscuras, hacia preguntas que siempre quedan sin resolver. Preguntas ambiguas como ¿Por qué duele así por
dentro? Preguntas puntuales como ¿Por qué ahora yo no tengo perdón si a ella yo
le perdone tantas cosas? Pero el amor no es juez, y ella es tan injusta.
Y escribo correos que ya no
enviaré, y borro imágenes de lo que ella fue, y me pregunto qué haré con las
canciones que le escribí y con los programas de radio que le grabe, que haré
con las horas que le dedique, que hare con las sonrisas que le guarde. Me
pregunto qué será de las caricias que le preparé, y de la paciencia que tanto
le dedique.
Necia juventud la suya, necia
siempre fue y hasta que al final ganó, su postura inapelable fue la que triunfó
y yo… como siempre, no me detengo, nunca me detengo, porque el pasado siempre
esta hambriento y antes ya me ha devorado. No lo hará de nuevo.
J. G.